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Un pacto de estado contra la pobreza

 

En consecuencia, la sociedad se halla cada vez más polarizada entre los que tienen y los que no tienen. Una evidencia que demuestra la estadística, que sitúa a España entre los países europeos donde la brecha de la desigualdad sigue creciendo. Más de 1,7 millones de hogares españoles, según la última Encuesta de Población Activa, tienen a todos sus miembros en paro. Y solo el 67% de los registrados en las oficinas de empleo reciben alguna ayuda o prestación del Estado. Como resultado, España ocupa, también, desde esta perspectiva, una de las últimas posiciones en las estadísticas que miden la desigualdad social y se ha convertido, por primera vez, en el país, de los 27 que conforman la Unión Europea, con mayor distancia entre las rentas altas y las bajas. A estas cifras tendríamos que añadir la acuciante situación de los desahucios en un país donde miles de pisos siguen cerrados, ahora financiados con dinero público a través de las ayudas de las entidades bancarias, mientras miles de familias se ven fuera de sus hogares y a las que siguen pagando sus hipotecas, estas suponen un coste medio del 36’1 % de sus ingresos.

La pregunta es si las administraciones públicas están haciendo todo lo posible para parar esta sangría social sin precedentes. Mucho me temo que no. El desmantelamiento de los servicios públicos es una constante de los gobiernos de una derecha hoy mayoritaria que, ya sea en Cataluña o en España, no son capaces de resolver porque el problema está, en esencia, en las políticas que practican y su incapacidad de redistribución en un sistema especulativo e ineficiente.

El principio fundamental de nuestras instituciones deber ser la redistribución de la riqueza que producimos. Un principio que ha quedado diluido ante cifras tales como las que anuncian que el 1% de nuestra población acapara el 20 por ciento de la riqueza de nuestro país. Todo ello, en una espiral creciente que, además, demuestra que el consumo de productos de lujo, en este contexto tan adverso, crece un 25%.

La justicia social no es caridad. No podemos conformarnos con el encomiable trabajo de los bancos de alimentos, de Cáritas o de tantas ONGs que hoy ya trabajan por y para este 30% de nuestros conciudadanos que se enfrentan a la miseria y que algunos advierten, puede convertirse, en el futuro, en un ejército de 18 millones de pobres… ¡No! No es suficiente, aunque tenga un inmenso valor, lo que se lleva a cabo por parte de la sociedad civil y no podemos aceptar esta situación sin clamar contra la pasividad de los gobiernos ante este drama social.

Y no podemos hacerlo, porque mientras, el Gobierno, hoy tan avezado en reclamar la vigencia constitucional, olvida los preceptos contemplados en el capítulo tercero en los artículos 39, 40 y 47 de la norma fundamental, sin entender que esa justicia social forma parte de las obligaciones fundamentales de los gobernantes y que estas deben cumplirse.

Es obvio que no podemos sobreponernos a los daños que la crisis ha producido en nuestra economía de una forma inmediata, como es obvio que no podemos resolver los problemas de todas las familias que viven este drama. Pero si es ineludible que, en el marco de las responsabilidades éticas, morales y constitucionales, se arbitren las medidas que permitan garantizar que la pobreza no sea un mal crónico y que quién la sufre no sea condenado a vivir sin dignidad.

Es por ello que el Gobierno, de forma inmediata, debe poner en marcha un Plan de Estado contra la Pobreza que garantice los servicios básicos, como la vivienda, la sanidad, la educación y una renta mínima a las familias que sufren una pobreza provocada por los excesos de los que sí han sido subsidiados. Este plan debe atender, en primer lugar, a los niños, a los mayores y a las familias más vulnerables y con más dificultades para superar esta situación.

El objetivo no es otro que mantener una sociedad cohesionada, justa, de ciudadanos libres, a los que se les garantice una existencia digna, porque renunciar a ello es volver a épocas muy oscuras de nuestra historia, donde no existía ni el concepto ni el respeto de los derechos humanos.