Ha surgido y toma fuerza, a medida que se aproxima su aprobación, el rechazo a la nueva tasa turística, incluida por el gobierno catalán en los presupuestos de la Generalitat. Un instrumento impositivo siempre polémico y muy opinable. CiU, que en su programa electoral lo negaba, lo plantea ahora en términos de sufragar las aportaciones del erario público al mantenimiento e inversión de infraestructuras turísticas. Para entendernos: la Fórmula 1, las estaciones de esquí del sector público o las compañías aéreas subvencionadas y, en segundo término, la promoción turística. Una tasa con la que espera recaudar 100 millones de euros.
El descontento del sector es plausible y comprensible atendiendo a la falta de diálogo y negociación que ha tenido una decisión impulsada más por afán recaudatorio que para plantear soluciones a los problemas relacionados con este sector vital de nuestra economía. Hay que tener en cuenta que los destinos y la estructura de los modelos turísticos en Catalunya responden a una diversidad territorial muy amplia. Con lo cual, la aplicación de la medida afectará de manera muy diferente a cada uno de los destinos y también a los modelos y tipologías de las empresas.
La tasa, de inspiración francesa, y creada en su día para compensar a los municipios del incremento de costos de los servicios públicos, respondía a una lógica de compensación a la comunidad local con cargas de población complementaria causadas por el turismo. Un problema no resuelto todavía en nuestra administración y al que la nueva tasa tampoco aporta nada nuevo.
Algunas ciudades, y desde el ámbito local, han incorporado este impuesto con el objetivo de sufragar el gasto de estos servicios públicos. Otras, donde se ha implantado recientemente como en Cambridge, lo utilizan como un filtro para ordenar el exceso. La constante es que siempre hablamos de ciudades con altas ocupaciones hoteleras y una importante rotación turística, donde una densidad hotelera razonable evita que la tasa sea un escollo en la competitividad.
Nada que ver con las destinaciones catalanas de costa, interior o montaña. Un sector que representa, en el caso del Pirineo, el 40% de su PIB o el 13,5, en el conjunto de Lleida. Aquí, la tasa tendrá un efecto devastador en un sector ya muy debilitado por una competencia feroz en los precios, una alta inflación de alojamientos, una marcada estacionalidad y unas estructuras empresariales, en el contexto rural, de carácter familiar o de pequeñas empresas que resisten la crisis a base de mucho esfuerzo.
Mientras Barcelona compite con Roma o París, el turismo de nieve catalán, y en especial el aranés, compite en clara inferioridad de condiciones con el aragonés o el andorrano, ambos fuertemente intervenidos por el sector público.
Nuestra costa compite con la valenciana, la andaluza o la balear, donde el impuesto no existe.
Teniendo en cuenta cómo se estructuran los mercados, la tipología de las estancias y muy especialmente el efecto sobre los mayoristas (touroperadores) no es difícil entender que el resultado para estos destinos será una pérdida de competitividad que puede llevar a muchos de los pequeños y medianos establecimientos a situaciones de rentabilidad tan baja que haga replantear su continuidad. El efecto sobre el empleo y la dinamización económica de la Catalunya rural e interior pagará un alto precio.
Se pide un esfuerzo a hoteles y a campings, no a la vivienda de segunda residencia, los apartamentos o a otros sectores también fuertemente dependientes del turismo, ¿por qué razón? Un hecho que produce estupor en el sector. Pero quizás, lo más grave sea que tras el cobro de la tasa la administración no prestará ningún servicio. Con lo cual, ni la tasa es tasa, ni será turística, porqué sólo gravará el hotel o el camping, precisamente donde más empleo se genera, es decir, lo grava de forma indiscriminada, tanto si el que se aloja es turista como si no. Tampoco sabemos quién gestionará estos recursos, ni quién definirá su utilización, o qué participación tendrá el sector en este proceso.
Ciertamente, creo que la precipitación de este gobierno tendrá un coste irreparable para un sector del que depende una larga cadena de economías fundamentales para muchas zonas rurales donde el turismo es el único recurso.
Si, tal y como decía el liberal Henry Hazlitt, “el gobierno es incapaz de darnos algo sin despojarnos de algo más”, sería bueno y urgente que el gobierno explique cuál es la contrapartida de esta tasa y en qué beneficiará al sector turístico, más allá de mejorar las arcas de la Generalitat. La percepción actual es la de un gobierno que ante la premura de la liquidez económica estira del único sector que resiste la crisis, sin entender que, lastrando el turismo, condena a algunos territorios de Catalunya a perder el único motor económico que aún aportaba riqueza y, sobre todo, aportaba esperanza para el futuro.