Hemos asistido, hace pocos días, al último debate de orientación política entre el presidente de la Generalitat en ejercicio y los grupos parlamentarios.
Es más que probable que Jordi Pujol no vuelva más a la tribuna del Parlament, dado que las respuestas breves a las preguntas formuladas durante las sesiones de control las da desde el propio escaño.
Por regla general, estas sesiones parlamentarias no permiten expresarse, en extensión e intensidad, tan a fondo como uno quisiera. Por ello me gustaría exponer aquí algunas reflexiones, no tanto sobre el debate como relativas al entorno del debate; no ya sobre lo dicho, sino sobre lo no dicho pero presente y pesante, de manera muy perceptible, en el ambiente.
Veintidós años son muchos años. Han sucedido muchas cosas. Algunas dejaron huella. Ha habido momentos exultantes, compartidos a lo largo del tiempo. Existe la sensación de que ha sido un periodo prolongado de paz y trabajo, que Cataluña no había podido vivir cuando tocaba décadas atrás, siglos atrás. Pero existe también la sensación de que estamos todavía lejos de donde podíamos estar. También existen heridas, cicatrices, agravios…
Hay cosas difíciles de superar; hay prejuicios enquistados muy difíciles de deshacer; problemas endémicos cuya solución no es fácil encarar adecuadamente; hay responsabilidades generacionales que demasiado fácilmente se olvidan; hay, en fin, peligros inherentes al cese de un gobierno de larga duración y de su deseo de seguir durando más allá de su final. Veámoslo:
Hay algunas cicatrices. A los socialistas nos ha sido difícil olvidar la ruptura de la unidad catalanista que se produjo hace veinte años, cuando CiU se desmarcó de la cabecera unitaria del Onze de Setembre y nos condujo a la fragmentada y dividida ofrenda floral -con silbidos incluidos- de la calle Ali Bei.
Nosotros volveremos a instaurar una celebración unitaria de la Diada, en la que deberemos recordar el pasado, el de nuestro Onze de Setembre, así como, en alguna medida, el 11 de septiembre chileno y el de Estados Unidos, el del 2001. Pero en la Diada Nacional, celebraremos especialmente el presente que vivimos, después de más de veinte años de paz, democracia y autonomía; y de progreso social. Asimismo celebraremos nuestra voluntad de contribuir a la paz de España, de Europa y del mundo entero.
Pero no solamente recordamos fechas: recordamos procesos y a las personas que estuvieron involucrados en ellos. En este sentido me produce desazón que a lo largo de las últimas semanas (Onze de Setembre, reinstauración de la Generalitat, debate de orientación política) el actual presidente no haya nombrado ni tan siquiera una sola vez a Joan Reventós, sin el que ni Cataluña estaría donde está ni, probablemente, Pujol sería presidente. Nadie puede dudar de la generosidad de Reventós en la formación del primer gobierno de unidad de la Generalitat restablecida, admitiendo la misma responsabilidad que otros líderes políticos, a pesar de haber ganado las primeras elecciones, en 1977.
No dudo que el presidente de la Generalitat debe mantener, más allá de su ambición personal, un elevado sentido del cargo. Y no dudo que el sentimentalismo no forma parte de su función. El sentimentalismo quizá no, pero -y aquí voy- el sentimiento sí.
Me refiero al sentimiento político. Y no estoy seguro de que la ausencia de sentimientos de cordialidad política, incluso de agradecimiento, no tenga, en este caso, una razón interesada; política en el peor sentido de la palabra, y ajena a la psicología del president. Y esta razón no es otra que la errónea y malévola presunción de que todos los socialistas son buenos… mientras no sean catalanes. En su discurso del Parlament, Pujol se refirió en términos que podríamos considerar elogiosos a Giddens, Schröder, Schmidt,… incluso a J. L. Rodríguez Zapatero. Todos le parecen bien. De los de aquí, ninguno.
Alguien ha dicho, y no precisamente desde el campo socialista, que en relación con Cataluña, PSOE y PP no son la misma cosa. En CiU están obsesionados en negarlo, porque de lo contrario los anales históricos deberían condenar al olvido los últimos tres años de su política, que se han basado, justamente, en el supuesto contrario.
No pedimos a CiU que se someta, aquí y ahora, a este ejercicio de humildad, reconociendo que, con el PP, Cataluña no ha ganado nada. Les pedimos, eso sí, que se vayan preparando para admitirlo dentro de un par de años. El nacionalismo catalán de centroderecha deberá cambiar su análisis, abandonar el accidentalismo, renunciar al tópico de “todos los partidos de ámbito español son iguales”, y decidirse de una vez a admitir que, al catalanismo -incluso al catalanismo de derechas- le conviene más la visión que de España tiene la izquierda.
Cataluña y España. Pujol ha tenido y tiene una posición relevante dentro de la generación que condujo este país por el final del franquismo y por el camino hacia la normalidad democrática del Estado español y de Cataluña. Y del mismo modo que no veo cómo puede conducirnos por más tiempo en la búsqueda de soluciones a los problemas que Cataluña tiene planteados para adentro, sí creo sinceramente que puede hacer un último gran servicio a la causa de la consolidación del estado democrático y autonómico en estos momentos difíciles.
Es cierto que Pujol manifestó, desde el primer momento, muy poco entusiasmo con la declaración de Barcelona. Porque, en el fondo, su negativa a considerar seriamente la posibilidad de un viaje conjunto de los nacionalismos catalán, gallego y vasco era bastante elocuente de la deriva hacia la derecha que CiU había emprendido en 1999.
Ahora ya es tarde. El nacionalismo vasco ha iniciado una carrera en solitario que quizás le vaya a dar votos, pero no traerá ni la reconciliación interior del pueblo vasco ni la paz. Entre otras muchas razones porque el nacionalismo español se encuentra perfectamente a gusto en el terreno de la competencia y en el mercado de los despropósitos (el penúltimo episodio, el de las banderas). Pero sobre todo porque la falta de sensibilidad interior de los nacionalistas vascos respecto de los que no lo son no augura nada bueno para un eventual futuro estado vasco.
Tengo la impresión de que Pujol está más ensimismado pensando en su futuro personal que en su contribución al presente y al futuro del país. Tiene derecho a ello. Pero sólo si de verdad se va. No es bueno que un país tenga un presidente a medias. Si se está en el cargo, es con todas las consecuencias.
Pero ya se ha dicho que, irse, lo que se dice irse, no puede. Y que disolver el Parlament para convocar nuevas elecciones, que sería lo propio en un país democrático maduro, no quiere. Irse a casa sin convocar elecciones no puede por interés del partido: sus aliados del PP le iban a hacer la vida imposible antes de investir, con sus votos, al sucesor in péctore. Y convocar elecciones no le interesa porque cree que las perdería.
La democracia tiene muchas limitaciones. Una buena cultura democrática puede poner remedio a las limitaciones. Pero aquí no hemos alcanzado todavía esta madurez. Aquí no hay penalización moral para los vicios evidentes.
Con todo, quedaría un consuelo posible: si Pujol se implicara de verdad en un balance colectivo de la Constitución, balance que la generación que la hizo puede llevar a cabo con más autoridad que otros, entonces nuestro presidente huidizo podría estar contribuyendo a que el país avanzara en la buena dirección.
Lo que le he pedido es que se implique en la solución del mayor problema que tenemos como país. Tengo derecho a hacerlo mientras él sea presidente. Cuando deje de serlo solamente tendremos derecho a sugerírselo. Y a fe que creo que en estos momentos su aportación podría ser útil. Incluso para la causa de su partido. ¡Cuántos sacrificios -suponiendo que lo sean- del nacionalismo catalán en aras de la gobernabilidad les perdonaríamos si, finalmente, estos sacrificios sirvieran para llevar la paz a Euskadi y, por lo tanto, a España!
Gobernabilidad significa precisamente esto: hacer gobernable un país. Ahora puede llegar a no serlo. La carrera de las banderas que ha iniciado el Partido Popular, sin duda por no entender que nuestra pequeña obsesión es justificada y bastante inocente, puede acarrear mayor dificultad a la gobernación. Hay lo que se llama contención y lo que llamamos sentido de la proporción, que el Madrid oficial y actual desconoce. Y digo actual porque en ocasiones debe haberla tenido. De otro modo no habría podido ser capital durante cinco siglos.
Si el presidente de la Generalitat enseñara contención a sus aliados del PP, algo que sabe hacer, diríamos que sigue siendo, también moralmente, presidente. De otro modo, los catalanes no entendemos muy bien qué hace en Presidència. Durar. Pero durar no es suficiente.
PASQUAL MARAGALL, presidente del PSC